martes

Premio Cervantes 2013


LA MÁXIMA DISTINCIÓN DE LA LITERATURA EN ESPAÑOL

Elena Poniatowska, premio Cervantes

A sus 81 años, la autora de 'La noche de Tlatelolco' es la cuarta mujer en recibir el máximo galardón de las letras en español


Verónica Calderón, en El País, el 19 de noviembre de 2013

El barrio de Chimalistac, al sur de la Ciudad de México, es un oasis de silencio en una frenética y muy ruidosa metrópolis de acero. Al final de un camino empedrado, a un lado de una pequeña capilla colonial, está la casa de Elena Poniatowska (París, 1932), una mujer menuda, rubia, de nariz pequeña, sonrisa fácil, hija de un príncipe polaco pero "más mexicana que el mole”.

Elena Poniatowska ganó este martes el Premio Cervantes, el quinto para un mexicano y el primero para una mexicana. Es la cuarta escritora galardonada en 37 años. Antes lo habían ganado las españolas María Zambrano (1988) y Ana María Matute (2010) y la cubana Dulce María Loynaz (1992).

Ensayista y escritora, comenzó a trabajar en el periódico Excélsior en 1954. "A mí lo que me gusta es contar cosas", recordaba hace unas semanas. Se convirtió en una entrevistadora curiosa y certera. Entrevistó a Diego Rivera, a Rulfo, a Paz. Recuerda con especial cariño a Luis Buñuel. “Era muy amable, me llamaba la niña de la leña porque cuando iba a su casa compraba unos troncos porque en su salón hacía mucho frío”. Una generación de periodistas mexicanas creció inspirada por Elena Poniatowska. Por la mujer y la periodista.

Su libro más célebre, La noche de Tlatelolco, es un crudo testimonio de la represión contra estudiantes el 2 de octubre de 1968, una fecha grabada con sangre en la historia mexicana. “Debería conmemorarse oficialmente, una fecha de luto nacional”, repite.

 Las protestas estudiantiles habían durado semanas. La tensión había ido creciendo. El 30 de julio de ese año, el Ejército había volado de un tiro de bazuka la centenaria puerta de madera del Colegio de San Ildefonso porque dentro había estudiantes. El presidente Gustavo Díaz Ordaz (del Partido Revolucionario Institucional, PRI, que ostentó el poder absoluto en México por buena parte del siglo XX) declaró: “Hemos sido tolerantes hasta excesos criticados”. A 10 días de los Juegos Olímpicos de 1968, la tarde del 2 de octubre, una bengala cruzó el cielo durante un mitin estudiantil en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco. Era la señal. Un grupo paramilitar, el Batallón Olimpia, se mezcló entre los jóvenes y comenzó la represión. Francotiradores apostados en los techos de los edificios aledaños abrieron fuego. Hubo decenas, cientos de muertos. Nadie lo sabe con exactitud.

Poniatowska recuerda que, cuando se enteró de la represión, decidió salir a la calle. Hacía solo unas semanas de que había parido. “Tenía que verlo con mis ojos”. Halló un panorama desolador. “Sangre seca, soldados en la calle, zapatos regados en toda la plaza”. Ahí nació La noche de Tlatelolco. El recuerdo aún la emociona. Años más tarde, el exlíder estudiantil Luis González de Alba, entrevistado pata la obra, le exigió cambiar algunos párrafos por considerar que sus palabras habían sido tergiversadas. En la polémica otros veteranos de la época salieron en defensa de Poniatowska, pero tras un pleito legal, un juez falló que los cambios se efectuaran y así lo hizo la autora.

Testigo de primera fila de la historia mexicana reciente, el momento que más le ha conmovido fue la movilización ciudadana tras el terremoto de 1985, “uno de los pocos instantes en que México fue capaz de mirarse a sí mismo y, sobre todo, de sobreponerse a la tragedia”. De los escombros salió un sentimiento ciudadano inédito, solidario y que puso en pie a la capital del país, diezmada por un seísmo que se cobró miles de muertos. De la experiencia ella escribió Nada, nadie: las voces del temblor. Pero opina que el mejor libro lo escribió su amigo Carlos Monsiváis. “Un libro fantástico, No sin nosotros”. Lo dice y suspira. “A él lo extraño mucho, mucho”. Monsiváis murió en junio de 2010.

Es una mujer comprometida con lo que cree. Se indigna. Por un país donde el 50% vive en la pobreza. Donde se cometen injusticias contra las mujeres un día sí y otro también. Donde el neoliberalismo ha devorado a las pequeñas ciudades y al campo. “En México ya no nos tomamos el tiempo de vivir, de platicar”. Y guarda un deseo. “Me gustaría ver a un presidente mexicano de izquierdas”.

A la par que su carrera literaria, está su activismo político. Primero con Cuauhtémoc Cárdenas en 1988, durante la mayor movilización opositora que se atrevió a desafiar al entonces todopoderoso PRI. Y más tarde con Andrés Manuel López Obrador, dos veces candidato presidencial en 2006 y 2012. Sobre el sofá de su casa guarda un cojín con la imagen del también exalcalde de la Ciudad de México bordada en punto de cruz. Hace apenas dos semanas que lo acompañó en un mitin contra la reforma energética propuesta por el presidente Enrique Peña Nieto.

No le gusta que le llamen Elenita. Cree que “infantiliza”. ¿Es machista? “Quizá un poco”. Relata que a Frida Kahlo, la mítica pintora mexicana, le llamaban “la coja”: “Ahora todos hablan maravillas, pero entonces se referían a ella así. El machismo tiene mucha crueldad”.

Justo una de las mujeres de Diego Rivera protagoniza un libro suyo pequeñito pero entrañable: Querido Diego, te abraza Quiela. La obra, escrita a manera epistolar, relata la desgraciada historia de amor entre la pintora Angelina Beloff y el muralista mexicano, que fueron pareja cuando él vivió en París. Cuando Beloff viaja a México para encontrarse con su amado, se topa con que éste tiene una nueva mujer: Lupe Marín, la que sería la madre de sus dos hijas más pequeñas.

Las mujeres —las creativas, las valientes, las que van contra corriente— son una constante en su obra. Es una meticulosa retratista del feminismo femenino. En apariencia delicado, pero con firmeza militar. Como el de la pintora Leonora Carrington (Leonora), o el de la fotógrafa Tina Modotti (Tinísima). O el de una mujer que de tan bella acaba explicando al juez por qué tiene cinco maridos (De noche vienes, Esmeralda), o el de una valiente soldadera —las mujeres que iban al frente durante la Revolución Mexicana— que termina trabajando como lavandera en la capital del país (Hasta no verte, Jesús mío).

A las —muy frecuentes— tertulias en su casa asisten también un perro negro y dos gatos que no dudan en sentarse en el regazo del invitado: Monsi y Váis, en honor de su fallecido amigo. Pasa tardes charlando, tomando té, rodeada de libros. Es difícil mantener su curiosidad a raya. En cualquier descuido el entrevistador acaba entrevistado. ¿Sabe que ha sido una inspiración para una generación de mujeres mexicanas periodistas? “No, fíjate. Qué bueno. Que haya más mujeres que quieran contar cosas. Nos falta muchísimo por contar”.

 

miércoles

50 años sin Luis Cernuda

Luis Cernuda: el futuro es hoy


Luis García Montero, El País, 4 de noviembre de 2013

 
Incómodo en su tiempo, sintiéndose poco comprendido en su ética y su obra, Luis Cernuda necesitó apoyarse en los poetas y los lectores del porvenir. La confesión de esta necesidad sostiene una de sus composiciones decisivas, A un poeta futuro, escrita en Glasgow en 1941 y recogida en el libro Como quien espera el alba (1947). Lo importante del poema no reside en las quejas, el lamento sobre su falta de encaje en una realidad hostil: “Disgusto a unos por frío y a otros por raro”. Una sociedad represiva y homófoba, un carácter muy difícil y las rencillas generacionales ayudan a situar la protesta continua de Cernuda, en la que se mezclan con frecuencia su marcado anticapitalismo, su fragilidad sentimental y una extrema susceptibilidad literaria.

Pero lo importante del poema apunta en otra dirección: el proceso creativo que define su poética, sobre todo a partir del exilio en la cultura anglosajona. Cernuda había escrito en su Himno a la tristeza que “viven y mueren a solas los poetas”. De manera que ese poeta futuro para el que escribe en 1941 es también y ante todo su lector, la persona que puede entender y darle vida a sus propios versos. En la creación aparece reconocida la figura del lector como algo más que una ensoñación. No una estrategia barata y vanidosa para imaginar en el futuro la gloria que niegan los contemporáneos, sino una presencia real a la hora de la composición. El poeta piensa en su lector ideal, esbozo de su propia conciencia, para darle objetividad a sus sentimientos. Cernuda confiesa que busca la sombra de su alma “para aprender en ella a ordenar mi pasión / según nueva medida”. Y borra en parte su propia identidad para hallarla luego, “conforme a mi deseo, en tu memoria”. El hecho poético necesita, pues, tanto del lector como del autor para realizarse. Hace falta borrarse un poco para hacer habitable un espacio común.

Estas consideraciones, muy raras en la poesía española de su tiempo, tienen consecuencias de peso en la obra de Cernuda y en la evolución de nuestra lírica. Resumo los aspectos más significativos de este terremoto. Primero: la poesía no es un ejercicio expresivo de la interioridad de un autor, sometido solo a su propia sinceridad inmaculada. Segundo: el poema es un espacio público, objetivo y su dimensión depende de que sea habitado y vivido por el lector. Tercero: más que expresar lo que se siente, trabajar un poema significa crear los efectos necesarios en el texto para que el lector haga suya la experiencia. Cuarto: más que espectáculos de ingenio y retórica, se vuelve fundamental en el taller la capacidad de imaginar el lenguaje y la estructura que permiten la presencia viva del lector. Estos son los principios de la elaboración, los esfuerzos para acoplar formas y contenidos. Esta unidad lírica imprescindible no surge de una verdad expresiva espontánea, sino de una escritura calculada y convertida en ética, en imaginación moral.

La obra de Luis Cernuda, recogida bajo el título de La realidad y el deseo, es amplia y atravesó de manera personal los ciclos de su tiempo a través de la poesía pura, el surrealismo, la invocación neorromántica y la apuesta por un realismo más seco, según la calificación acertada de Jaime Gil de Biedma. Es lógico que la presencia de Luis Cernuda se extienda por muchos matices y corrientes literarias que pueden ir del esteticismo a la poesía cívica, de los decorados sensuales a la rebeldía de una conciencia íntima, tan orgullosa de su diferencia como de su solidaridad.

Creo que la herencia más viva de Cernuda fue recogida por poetas como Francisco Brines y Jaime Gil de Biedma en el homenaje que le dedicó la revista La caña gris en 1962. Comprendiendo la nueva dinámica que surgía de composiciones como Un poeta futuro, advirtieron en el ejemplo de Cernuda la necesidad de objetivar la propia experiencia en el poema, de convertirla en una escritura meditada y capaz de provocar efectos de vida.

Esta objetivación sirve para ordenar en el texto las pasiones del autor y del lector y, al mismo tiempo, para ofrecer una alternativa ética a la realidad injusta del mundo. Como escribió en el poema Mozart de Desolación de la Quimera (1963): “Da esta música al mundo forma, orden, justicia, / nobleza y hermosura”. Y como afirmó en 1936, otro poema del mismo libro dedicado a un luchador republicano, la dignidad de la conciencia individual es imprescindible “como testigo irrefutable / de toda la nobleza humana”. Son lecciones muy vivas de su poesía, ahora que uno de sus enemigos más poderosos, el capitalismo, extrema la destrucción de las conciencias individuales y de los espacios públicos. El futuro es hoy.

Cincuenta años después de su muerte, hay pocas dudas de que Luis Cernuda es uno de los nombres más grandes de la poesía en lengua española. En realidad, es una opinión que ya estableció Federico García Lorca en abril de 1936 con motivo de la primera edición de La realidad y el deseo, en el discurso que pronunció en un banquete-homenaje muy concurrido. A Cernuda no le calmaron esos elogios sinceros. Tampoco le calmarían hoy los nuestros, porque la fama de Juan Ramón, Salinas, Alberti y el propio García Lorca… Pero ese es otro cantar.